lunes, 7 de febrero de 2011

La isla bajo el mar - Isabel Allende

El chico tenía una profunda e irremediable vocación de justicia, pero aprendió temprano a no hacer demasiadas preguntas al respecto, por que el tema caía pésimo y las respuestas lo dejaban insatisfecho. <>, repetía , dolorido ante cualquier forma de abuso. <<¿Quién te dijo que la vida es justa, Maurice?>>, replicaba su tío Sancho.[...]
El niño no tenía madurez ni vocabulario para rebatirlo. Tenía una vaga noción de que Rossete no era libre, como él, aunque en términos prácticos la diferencia era imperceptible. No asociaba a la niña o a Teté con los esclavos domésticos y mucho menos con los del campo. Tanto le refregaron jabón en la boca que dejó de llamarla hermana, pero no tanto por el mal rato que pasaba como por enamorado. La amaba con ese amor terrible, posesivo, absoluto con que aman los niños solitarios, y  Rossete le correspondía con un cariño sin celos ni congoja. Maurice no imaginaba su existencia sin ella, sin su incesante parloteo, su curiosidad, sus caricias infantiles y la ciega admiración que ella le manifestaba. Con Rossete se sentía fuerte, protector y sabio, por que así lo veía ella. Todo le daba celos. Sufría si ella prestaba atención, aunque fuese un instante, a cualquiera de los chicos Murphy, si tomaba una iniciativa sin consultarlo, si guardaba algún secreto. Necesitaba compartir con ella hasta los más íntimos pensamientos, temores y deseos, dominarla y al mismo tiempo servirla con total abnegación. Los tres años que los separaban en edad no se notaban, por que ella parecía mayor y él parecía menor; ella era alta, fuerte, astuta, vivas, atrevida y él era pequeño, ingenuo, concentrado, tímido; ella pretendía tragarse el mundo y él vivía abrumado por la realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario